Eduardo Celaya: Mundo representado

por Eduardo Celaya*

Un grupo de esclavos se encuentra en lo profundo de una cueva, todos encadenados de pies y manos, sin posibilidad de moverse. Ante ellos, en la pared de la caverna, se proyectan sombras. Sus ojos no ven nada más allá de estas proyecciones, no pueden ver de dónde proceden, ni las formas originales que las proyectan, ni siquiera la fuente de luz que las produce. Uno de ellos, un día, logra escapar de sus cadenas, sale de la cueva, y aprecia el mundo fuera de ella. Sus ojos al principio duelen —es tremendo el brillo de la luz del sol— y tarda un poco en acostumbrarse a las formas y colores que puede apreciar. Encantado con lo que ve —y que, ahora, entiende— regresa a la cueva a contar su experiencia a sus compañeros esclavos, quienes lo acusan de mentiroso y desquiciado, pues un mundo como ese que describe no puede ser real. Lo único real, creen ellos, es lo que ven, las sombras proyectadas en la pared y nada más.

Palabras más, palabras menos, este es el argumento del mito de la caverna, una de las más célebres alegorías de Platón, que puede consultarse en el libro VII de la República. Al tratarse de una metáfora, sus interpretaciones son variables, adaptables a tiempo y espacio. En su momento, Platón la utilizó para describir el Mundo de las Ideas, separado del mundo material en el que vivimos, y al que se puede uno acercar por medio de la razón y la filosofía. Esta alegoría suelo usarla con mucha frecuencia en mis clases, sobre todo cuando hablo de signos, imagen pública y representación, temas que me han fascinado por años desde que descubrí la Historia Cultural. Y me gustaría traerla a colación nuevamente, para justificar el punto central de mi texto de hoy.

Sin duda, vivimos en un mundo representado, construido por medio de signos y símbolos, mundo que tomamos por cierto e inalterable, pues así es como nuestros sentidos nos aseguran que es. Nuestras ideas, razonamientos, creencias y valores forman parte de un entramado de signos construidos expresamente por nosotros mismos, los hombres (varón y mujer), para apropiarnos de la realidad y poder vivir en ella. Si le damos nombre a las cosas, si las clasificamos, si las categorizamos y jerarquizamos, obtenemos cierto poder sobre ellas. Dice el mito cosmogónico del jardín del Edén que en el principio Dios encomendó a Adán dar nombre a todo ser viviente sobre la faz de la tierra. De esta manera, justifican algunos, Dios le entregó toda la creación al hombre, para hacer y deshacer a su placer y conveniencia con los recursos que Dios ha entregado a la humanidad. Aquello que no tiene nombre, no existe, no es conocido, por tanto, no puede controlarse. Cuando le ponemos un nombre a las cosas, las hacemos propias, entendibles, clasificables, controlables incluso.

«Una rosa con cualquier otro nombre olería igual de dulce», podemos leer en el acto II, escena primera de Romeo y Julieta, tal vez la más famosa —y menos comprendida— de las obras de Shakespeare (¿historia de amor… en serio?). Esta línea me gusta mucho, pues además de ser parte de las pocas escenas que comparte la pareja que da nombre al drama, habla sobre la arbitrariedad de los nombres que ponemos a las cosas.

La misma línea, dicha por Lisa en el capítulo 9 de la segunda temporada de los Simpsons (titulado Vida prestada), adquiere una mayor explicación en una escena en que la niña discute con su familia. «No si se llamara apestosa», responde Bart, «O hedionda», dice Homero, llegando incluso a sugerir el nombre chocovascas para los chocolates, a lo que Marge responde que no le gustaría recibir hediondas en San Valentín. Pero dígame usted, lectora, lector: si le regalaran una caja de chocovascas, nombre con el que conoceríamos a lo que hoy son chocolates… ¿los aceptaría?

Si el mundo que conocemos es tan arbitrario como los nombres que le asignamos, ¿no será acaso que la misma verdad que conocemos, es también arbitraria? La realidad es una y es ajena a nuestra observación o presencia misma. Si un árbol cae en un bosque sin que haya nadie alrededor, sí hace ruido, pues la existencia del sonido no depende de nosotros para ser. No somos tan importantes para la existencia de la realidad, pero sí para las representaciones que hacemos del mundo. Por poner un ejemplo, los seres humanos tenemos tres tipos de órganos en los ojos, que llamamos conos, que son capaces de detectar el matiz de los objetos, o sea, el color. A partir de la información captada por los conos, conocemos una gran gama de colores que, podemos decir, existe. Sin embargo, el camarón mantis payaso tiene 16 tipos de conos, 12 de ellos utilizados para captar el color, el resto para filtrarlo. ¿Qué tipos de colores capta este animal que nosotros no podremos jamás, por más sofisticadas que sean las cámaras y pantallas que inventemos?

Nuestro amigo, el camarón mantis payaso de Indonesia.

La imagen, por lo tanto, es construida de acuerdo a la cultura que la necesita. La imagen depende de la cultura, el tiempo, el espacio, los valores que la construye, pues la imagen es una representación, una creación del mundo y la absoluta verdad que cada sociedad tiene por cierta. Una de las cosas más curiosidad de la imagen es que, una vez que se crea, es muy difícil cambiarla… aunque no imposible. Por eso el dicho «haz fama y échate a dormir»: si uno se crea una imagen pública ante los demás, dicha imagen estará presente en cada razonamiento y juicio de valor que hagan de nosotros, sin importar lo que hagamos o digamos más adelante. Por eso la fuerza de los discursos es tal, que se convierte en aquello por lo que, y por medio de lo cual luchamos (Foucault, El orden del discurso). Si lo llevamos a la vida cotidiana, no es de extrañar entonces los esfuerzos constantes en las campañas políticas, en los dramas televisivos, en las fotografías, en la construcción de verdades que son solo ciertas en la pantalla y el discurso, y que al enfrentarse ante la realidad, ante la evidencia, se suele preferir la imagen, lo que ya sabemos, antes que lo que conocemos posteriormente.

El cuidado de la imagen es importante, claro, pues es el nombre con que se conocerá tal o cual objeto en la posteridad. Por ejemplo, la imagen de Benito Juárez es el del gran hermano de lo latinoamericano, el Benemérito de las Américas, mientras que Huerta, Santa Anna o Lorenzo de Zavala son, para los mexicanos, los grandes traidores de la patria. No hay, hasta ahora, documento, testimonio o estudio revisionista que alcance para limpiar esa imagen. No es de extrañar que los políticos se empeñen en crearse una imagen limpia, cercana al pueblo y preocupada por el desarrollo de la nación y, cuando se les enfrenta con las atrocidades que hacen o hicieron por debajo del agua, la percepción que tenemos de ellos pocas veces cambia, pues creemos ciegamente en la imagen, en esa representación construida que nos vendieron en los periodos de campaña política.

A fin de cuentas, no hemos dejado de ser esos esclavos, expuestos a las sombras que «alguien» proyecta en el muro de la caverna, que serían los medios masivos, los líderes de opinión, la prensa, las conversaciones de café y las opiniones de los expertos que se manifiestan en todas las anteriores, todo ello entre comillas, claro. Seguimos encadenados de manos y pies, sujetos a los nombres que se le dieron a las cosas, creyendo plenamente en su efectividad y objetividad, como si no hubiera nada más allá de lo que hemos aprendido y practicado desde la escuela.

No puedo siquiera imaginar el impacto que tendría en la historia del hombre el experimentar el mundo desde los ojos del camarón mantis payaso. Probablemente sería doloroso y desconcertante, como aquel esclavo que escapó de la cueva. Seguramente, si regresáramos a contar las experiencias vividas a nuestros compañeros, nos tacharían de locos, como suele pasar. Las opiniones diversas, aquellas que escapan de la «verdad» suelen ser atacadas, tachadas de falsedad, propaganda contraria y hasta traición, así como le pasó al esclavo liberto.

Dejo para usted, querido lector, esta última reflexión, completamente abierta para que la mastique y aplique en un futuro, si es que así lo desea: ¿qué tipo de personaje del mito de la caverna quiere ser usted? ¿Prefiere ser el esclavo encadenado, sujeto a la representación del mundo creada, en total comodidad; o prefiere ser el esclavo que se libera y experimenta un mundo más allá del que ya conoce, con la posibilidad de ser denunciado como falso, traidor y tendencioso? Se lo dejo de tarea.

C/S.

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